martes, 27 de noviembre de 2018

INDIVIDUALISMO: UNA CARACTERÍSTICA DEL AMOR PROPIO EN LA SOCIEDAD ACTUAL

Con el término individualismo, sucede algo parecido con palabras como egoísmo y amor propio; su sola mención genera ambigüedad. Ser individualista es, o sinónimo de poco compromiso con los valores y causas sociales, o bien, su contraparte, compromiso propio con el desarrollo autónomo de cada persona.
En sentido estricto, el individualismo parte del supuesto de que no hay ética si no se respeta la autonomía del individuo, esto es, sin la conciencia del sujeto moral de su capacidad para crear o aceptar libremente sus normas de conducta, por lo que no puede ser malo en absoluto pedirle que se construya en cuanto tal, es decir, que no renuncie a su condición de ser proyecto creativo.
 No sólo no es rechazable la concepción individualista de la persona: es una condición y un deber del sujeto moral mantener su individualidad a salvo de intromisiones ilegítimas; es una condición y un deber del sujeto moral quererse a sí mismo: no despreciar la propia valía, antes bien, extraer de ella el máximo rendimiento.
 la ética válida de nuestro tiempo tiene que ser individualista, a condición de preservar al individuo, dado que esa preservación es al mismo tiempo un derecho y una exigencia: derecho del individuo a determinar lo que debe y quiere hacer, y exigencia sobre su propia responsabilidad ante los demás, considerado él mismo no como un ente aislado, sino como un ser social.
 El proceso de individuación no sólo es un producto social y una perspectiva sobre la sociedad, sino también una vía de interiorización y por tanto de riesgo.
Sólo en este sentido es como resulta válido, desde el punto de vista
ético, hablar de un individualismo entendido como amor propio: individualismo
como derecho, por una parte, de preservar su propia autonomía,
y por la otra, como exigencia que tiene éste de responder ante los
demás por sus actos.
El individualismo considerado éticamente tiene, por tanto, que tomar en cuenta que: el descrédito actual de la política, el declive de la participación, la injusta distribución del trabajo, la nostalgia de comunidades homogéneas y compactas, la explosión de las reivindicaciones nacionalistas, la exigencia de una calidad de vida que nos proteja de las exigencias puramente técnicas, la dificultad para recuperar al ciudadano como agente de cambio y no como súbdito, las insuficiencias y perversidades del culto a la información y al mercado como modelo hegemónico de las relaciones humanas, entre otras, son algunas de las problemáticas que, política y socialmente, pueden ser consideradas entre las más importantes, dado que ejemplifican la actual desarticulación entre lo privado y lo público, así como la distancia que existe entre las teorías éticas y las realidades del mundo de la vida
a través de la publicidad, el crédito, la inflación de los objetos y los ocios, el capitalismo de las necesidades ha renunciado a la santificación de los ideales en beneficio de los placeres renovados y los sueños de la felicidad privada.
 Bajo este nuevo orden moral lo que cuenta es ¡la felicidad o nada!; por ello se dice que nuestra época es posmoralista, dominada como está por las coordenadas de la felicidad del yo, de la seducción y el confort individual.
dos concepciones antagónicas: una expresada como individualismo fuerte y la otra como individualismo débil. La primera de ellas refiere a que el individuo es capaz de darse a sí mismo sus propias normas como derecho, pero también se entiende como exigencia imputable hacia él mismo sobre su necesaria responsabilidad y compromiso moral que adquiere con respecto a la sociedad, como resultado del ejercicio de su autonomía moral, por lo que este planteamiento resulta ser congruente con una ética del amor propio en sentido fuerte. La segunda forma de individualismo denominado débil, es la adoptada por Lipovetsky, es decir, un individualismo que hace del mero bienestar privado la fuente de la “autonomía individual”.



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