Con el término individualismo, sucede algo parecido con palabras
como egoísmo y amor propio; su sola mención genera ambigüedad.
Ser individualista es, o sinónimo de poco compromiso con
los valores y causas sociales, o bien, su contraparte, compromiso
propio con el desarrollo autónomo de cada persona.
En sentido estricto, el individualismo parte del supuesto de que no
hay ética si no se respeta la autonomía del individuo, esto es, sin la conciencia
del sujeto moral de su capacidad para crear o aceptar libremente
sus normas de conducta, por lo que no puede ser malo en absoluto pedirle
que se construya en cuanto tal, es decir, que no renuncie a su condición
de ser proyecto creativo.
No sólo no es rechazable la concepción individualista de la persona:
es una condición y un deber del sujeto moral mantener su individualidad
a salvo de intromisiones ilegítimas; es una condición y un
deber del sujeto moral quererse a sí mismo: no despreciar la propia
valía, antes bien, extraer de ella el máximo rendimiento.
la ética válida de nuestro tiempo tiene que ser
individualista, a condición de preservar al individuo, dado que esa preservación
es al mismo tiempo un derecho y una exigencia: derecho del
individuo a determinar lo que debe y quiere hacer, y exigencia sobre su
propia responsabilidad ante los demás, considerado él mismo no como un
ente aislado, sino como un ser social.
El proceso de individuación no sólo es un producto social y una
perspectiva sobre la sociedad, sino también una vía de interiorización
y por tanto de riesgo.
Sólo en este sentido es como resulta válido, desde el punto de vista
ético, hablar de un individualismo entendido como amor propio: individualismo
como derecho, por una parte, de preservar su propia autonomía,
y por la otra, como exigencia que tiene éste de responder ante los
demás por sus actos.
El individualismo considerado éticamente tiene, por tanto, que
tomar en cuenta que: el descrédito actual de la política, el declive de la
participación, la injusta distribución del trabajo, la nostalgia de comunidades
homogéneas y compactas, la explosión de las reivindicaciones
nacionalistas, la exigencia de una calidad de vida que nos proteja de las
exigencias puramente técnicas, la dificultad para recuperar al ciudadano
como agente de cambio y no como súbdito, las insuficiencias y perversidades
del culto a la información y al mercado como modelo hegemónico
de las relaciones humanas, entre otras, son algunas de las problemáticas
que, política y socialmente, pueden ser consideradas entre las más importantes,
dado que ejemplifican la actual desarticulación entre lo privado
y lo público, así como la distancia que existe entre las teorías éticas y las
realidades del mundo de la vida
a través de la publicidad, el crédito, la inflación
de los objetos y los ocios, el capitalismo de las necesidades ha
renunciado a la santificación de los ideales en beneficio de los placeres
renovados y los sueños de la felicidad privada.
Bajo este nuevo orden moral lo que cuenta es ¡la felicidad o nada!;
por ello se dice que nuestra época es posmoralista, dominada como está
por las coordenadas de la felicidad del yo, de la seducción y el confort
individual.
dos concepciones antagónicas: una expresada como
individualismo fuerte y la otra como individualismo débil. La primera de
ellas refiere a que el individuo es capaz de darse a sí mismo sus
propias normas como derecho, pero también se entiende como
exigencia imputable hacia él mismo sobre su necesaria responsabilidad
y compromiso moral que adquiere con respecto a la sociedad,
como resultado del ejercicio de su autonomía moral, por lo que este
planteamiento resulta ser congruente con una ética del amor propio
en sentido fuerte.
La segunda forma de individualismo denominado débil, es la
adoptada por Lipovetsky, es decir, un individualismo que hace del mero
bienestar privado la fuente de la “autonomía individual”.
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