Dentro de las estructuras éticas y ontológicas del ser del hombre se encuentra
principalmente el deseo, elemento constitutivo que nos hace seres
humanos
Desde el sentido común, el deseo tiende a ser identificado con el
deseo sexual.
Esta concepción libidinal del deseo resulta ser insuficiente para dar
una explicación de la rica complejidad del fenómeno, toda vez que éste,
como manifestación de la acción humana que es, no se reduce sólo a
deseo sexual, pues el hombre es sujeto del deseo de muchas cosas más.
Sin embargo, en el propio Freud hay una distinción sutil pero decisiva
y fundamental entre libido y eros: no son equivalentes.
Esta concepción del deseo identificado con el eros, es decir, con el
amor entendido como impulso de vida, y a su vez como fuente originaria
de la valoración y de la creación de los valores, aparece muy cercana a una
significación ética del deseo, ya que, en esta perspectiva, es visto como el
fundamento que hace posible a la eticidad, esto es, las posibilidades que
tiene el hombre de elegir libremente y de elegirse, por tanto, a sí mismo.
En este sentido, se dice que el
hombre es un ser con relación a sus
posibilidades, esto es, se define como
naturaleza posible; en pocas palabras,
como deseo de llegar a ser plenamente
libre, y con ello, más humano.
Para Juliana González, se trata de un deseo radical, no de cualquier
deseo, sino de aquél gracias al cual hombre expresa su anhelado deseo
de ser, es decir, deseo originario de realización de la propia condición
humana, que consiste en la búsqueda de desarrollo de las potencialidades
del ser humano
Esta misma concepción ética sobre el deseo ha sido desarrollada
por Fernando Savater, para quien, en el origen de la acción humana está
siempre mediando el deseo humano de querer ser más, humanamente
hablando, es decir, deseo de autotrascendencia, como condición humana
irrenunciable.
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